Por Rodrigo Podestá.

Mi mujer y mis dos hijos me dejan a unas cuadras de la Movediza, la famosa piedra con vida propia que hoy casi no se ve, será una carrera distinta, hay niebla, llovizna, viento: todo el ambiente y el escenario que asociamos a esas jornadas épicas. Es que participar de la Tandilia es una épica personal, es salir a correr todos los días o los que se pueda, disfrutar del frío o el calor, cruzarse con compañeros de caminos que dan zancadas buscando algo: sentirse mejor, bajar de peso, despejar la cabeza, asombrarse de la naturaleza de Tandil, superar problemas, compartir una charla con amigos. Todos buscamos algo distinto pero seguimos el mismo método: movernos, de alguna forma.

Cuando iba al colegio odiaba correr, cuando un profesor hablaba del test de Cooper o del cross, mi cara se paralizaba como mi cuerpo, y el plan era cómo enfermarme o faltar a clases para evitar esa tortura de chicos con la lengua afuera, ojos desorbitados, sufrimiento inútil en edad escolar. Hoy correr es una parte esencial de mi vida, una especie de terapia, meditación, “correr es rezar” le dije una vez a un cura que me miró confundido. “Estás corriendo todo lo que no corriste de chico porque te obligaban”, me dijo una vez un amigo.

Estamos ante una nueva Tandilia, la corrí por primera vez hace unos años, hace 6 que vivo aquí y pienso que formar parte de este clásico es sentirse aunque sea un poco más tandilense. Es parte del ritual, como comerse una picada, dar la vuelta al perro por el dique (mate incluido), ir a ver al Santa aunque sea una vez. Faltan 3 minutos para la largada y el clima es de fiesta, música, baile de precalentamiento, payasos, cámaras, drones, gente que pasa corriendo como si ya hubiese empezado la competencia, lo saludo a Jorgito, ese amigo – corredor que me cruzo todas las mañanas en el dique y ya es un personaje histórico de la ciudad, sé que me va a dar suerte, nos damos aliento y energía entre todos tal vez solo con la mirada, compartimos una emoción que es difícil de contar, todos estamos ahí por alguna razón, para demostrarnos algo a nosotros mismos: será salir primeros, cumplir un determinado tiempo, o por lo menos llegar, completar el circuito, caminar, correr, no importa, todos sabemos que tenemos un desafío personal y vamos a compartirlo en silencio, moviéndonos, a pura voluntad.

Cada uno guarda su secreto y largamos, es una explosión de alegría, es bajar los primeros kilómetros confiados, buscando muestro ritmo y lugar, me pongo detrás de la liebre de 1:05, ese corredor que nos guía y va a tardar 1:05 hs. en completar los 11.111 metros de la carrera, la vez pasada hice ese tiempo y quiero repetirlo al menos. Todo puede pasar en medio de la Tandilia, desde que le cantemos el feliz cumpleaños a un compañero ocasional que justo corre al lado nuestro, recibir los aplausos de los vecinos que no saben lo valiosos que son para uno que a cada paso se va quedando con menos energía, otros que salen con la manguera a mojarnos aunque con la llovizna no haga tanta falta pero todo suma.

Ya estamos en el centro, corremos por esos lugares que todos los días cruzamos vestidos de personas comunes en nuestros trabajos y rutinas, pero hoy los atravesamos como atletas, deportistas, corredores, es otra sensación, se ve en nuestras caras entre alegres y cansadas.

Llegamos a la parte “Ahora te quiero ver” de la Tandilia: el arco del Parque Independencia que nos lleva al castillo Morisco, el terror de todos, ¿cómo vamos subir ese kilómetro de pendiente corriendo? No hay muchas recetas, hay que seguir moviendo las patas, paciencia, paso a paso o zancada a zancada, me felicito en secreto, la subí corriendo, sin parar, aunque uno sienta que correr en ese lugar es inútil, uno no avanza, cada metro es una odisea. Llega la bajada y ya uno siente que estamos cerca: felicidad. Pero se nos acerca un nueva piedra en el camino, el Fundidor, que nos mira de arriba y parece tener una sonrisa burlona entre dientes, “dale, subí si podés” nos grita. Llegamos, y lo miramos de reojo tomando la bajada al dique, por supuesto y como debe ser, fundidos, no queda nada en los pulmones, el corazón nos pide salir de vacaciones y lo sostenemos con una mano en el pecho, tranquilo viejo que falta un poco.

Ya vemos el playón más cerca, los arcos de llegada, pasan tantas cosas por la cabeza, una mezcla de alegría, emociones, una hermana que ya no está a la que le pedimos que nos dé un empujón y nos acompañó de la mano toda la carrera, miro y saludo en la tribuna a mi mujer y mis dos hijos, los que me dejaron hace un rato en la Movediza, donde todo empezó. Los escucho gritar y aplaudir, creo que para eso uno corre, tal vez solo para vivir ese momento. Llegó antes de la liebre, en 1 hora y 2 minutos, y no lo puedo creer, hice tres minutos menos que la vez pasada, me felicito nuevamente, todo está terminando, el chip, la medalla, el agua que nos alivia, la fiesta ahora es en el playón, hay abrazos, lágrimas, gritos, remeras que dicen “yo corro y puedo, luchamos contra el cáncer”, selfies grupales transpiradas, estoy seguro que cada uno cumplió su sueño solo poniéndose un par de zapatillas y sobre todo moviendo las piernas, un ritual ancestral que se realiza hace millones de años y hoy reeditamos. El deporte más sencillo y democrático del mundo: correr. Ya te extraño Tandilia, hasta el año que viene.

Rodrigo Podestá es escritor y periodista, corre todas las mañanas que puede por el dique, vive en Tandil.